FRAGMENTOS DE LA NOVELA “OJOS

SOBRE  EL VALLE” DE DANILO TORRES

MANAGUA: AÑO 2000 CENTRO NICARAGÜENSE DE ESCRITORES

 

 

Las vecinas hacían caramelos de ayote para la época en que las pulperías se llenaban de dulces de caña de azúcar y ayotes hermosos de la montaña de Miraflor, así como los huevos chimbos, deliciosos en su envoltura nevada de azúcar y clara de huevo, batida y teñida de celeste, rosado o simplemente blanca, y los chicles de dulce, riquísimos, envueltos por diligentes manos en papel de mantequilla espelmado, de colores rojos, amarillos, azules.

Qué delicia engullir los dulces pedazos de guineo cuadrado, saboreado por nuestras bocas infantiles, ávidas de placer. No había tiempo de tristeza. La preocupación era lo de menos. Todo transcurría entre los tejados altos de tejas de barro, en cuyo lomo crecía la hierba buscando el cielo, que nosotros teníamos al alcance de nuestra mano en los regalos que bajo el árbol de navidad recogíamos con golosa curiosidad.

Eran sencillos juguetes de corcho y hojalata, comprados por Marco Aurelio en el Almacén Rivas López o en la tienda Gadmor, que eran en los tempranos años sesentas los más afamados establecimientos comerciales de la incipiente vida mercantil esteliana, pero que adquirían una dimensión mágica, mítica, sobrenatural ante los ojos curiosos de unos niños educados bajo las antiguas costumbres de piadoso amor a los semejantes y a Dios, que de una manera sana no pueden, que no podían despreciarse.

“Porque la iglesia parroquial tenía su fotógrafo, a cuyo estudio nuestros padres nos llevaban a retratarnos inclinados ante una fotografía de tamaño natural del cura párroco, Monseñor Emilio Santiago Chavarría, a quien fingíamos besarle el anillo de canónigo. Porque todos los niños lo amábamos y suspirábamos por salir en su compañía, aunque fuera ficticia, de cartón, pero nos sentíamos cobijados bajo su sabia y segura aureola de santidad parroquial. Y era a los estudios fotográficos de Don Chalìo Rodríguez, a donde acudíamos para las grandes festividades, a fotografiarnos vestidos con nuestras mejores galas. Saquitos blancos, corbatines negros de primera comunión, un misal o un sirio en las manos enguantadas de blanco, sonriendo discretamente, imbuidos por una grave intuición de solemnidad. Todo aquel mundo estaba lleno de magia, de una alegría  fácil y efímera.

Después de media noche, tiempo adentro de las fronteras de la madrugada, las luces de la plaza se extinguían, se iban apagando una por una, como se apagan las constelaciones que se precipitan por la cicatriz negra del horizonte. Estelí vuelve a ser un amontonamiento de sueños, un esponjar de follajes oscuros, un concierto de ronquidos y sueños dispersos. Las carpas embozan la maquinaria de los caballitos, las mesas de las ruletas, los toros rabones. Un borracho duerme sobre los orines de muchos contra las tablas costoneras de un chinamo, unos perros insomnes escarban en los basureros, canta lejano un gallo. En el oriente relumbra el metal pálido de la estrella matutina. Una mujer madrugadora raja unas astillas de ocote con un machetillo tunco, enciende unas primeras llamas bajo la jarra puesta entre cuatro piedras negras de contil. Un ternero sin vaca le muge a las sombras de la madrugada. En la barrera de los toros quedan unas manchas de estiércol, sangre y aserrín. Las sombras quietas del ganado que descansa de las intromisiones humanas. Comienza otro día que al igual que todos los días de fiesta no necesita nombre, sino la repetición de unas costumbres, de actitudes, de unos gestos rituales.