FRAGMENTOS DE LA NOVELA

“OJO SOBRE EL VALLE”

DE DANILO TORRES

 MANAGUA: AÑO 2000

 

 

CENTRO NICARAGÜENSE DE ESCRITORES.

 

 

Al principio talvez nada tenía más que unos nombres bastante vagos. Uno,  que venia de hacer algún mandado, o regresaba de la escuela, se paraba en una esquina de la placita de la Tres Cruces, queriendo averiguar la razón que reunía aquel equipo inusual y aquellos elementos dispersos: postes, barras, picos, palas, mazos, clavos de doce pulgadas, mecates, sogas, garruchas, poleas, unos rollos de tela ciclónica, unos inmensos retazos de lona parchada, unos volcanes de aserrín. Los peones haciendo agujeros describían una curva sobre el suelo pedregoso. Sudaban mucho, se detenían un rato, bebían agua, vigilaban los progresos del sol de verano, cuesta arriba, encaramándose poco a  poco en las cumbres de la mañana. Uno volvía a pasar un rato más tarde y los trabajadores estaban clavando los postes en los hoyos. Otros levantaban el palo mayor en el centro de una maraña de cuerdas que hacían radio, parecía el mástil de un galeón pirata o de una carabela descubridora. Hasta que a media tarde, a la hora de la salida de las escuelas, todo se resumía en un nombre, adquiría estructura, organización, expresaba una finalidad, un sentido en dos palabras, un sustantivo inusitado aunque común, con su necesario apellido: Circo Firiluche.

 

Firuliche era el hombre araña, era el hombre mono, era el águila del trapecio, era su propio burro Torcuato, era la transformación del hombre en mono, era la mujer hecha sirena, era el mago mentalista, era el ilusionista, era la familia de los contorsionistas, era la rueda de Chicago,el Látigo, el Satélite, el Martillo Volador y todo cuanto juego infantil, transportado en destartalados omnnibuses y camiones desvencijados, se instalara en las plazas municipales de pueblos recónditos, como el nuestro, con su carga de alegrías atronadoras, sin que en los ojos chispeantes de los cómicos rostros de los payasos, asomara la negra melancolía, la profunda tristeza, oculta muy dentro en sus almas de saltimbaqui, que tampoco aparecían en las prodigiosas piruetas realizadas a la perfección, a pesar de la piel pegada a los huesos, de sus estómagos encogidos de hambre. Funámbulos trashumantes, parias nómadas, que luego de hacer reír y prolongar nuestra felicidad en tardes de carnaval, levantaban campamento, se marchaban, con sus carpas, sus postes y sus poleas, con sus luces, bromas y graciosas ocurrencias, dejando un vacío en nuestros ánimos infantiles y una plétora de sorpresas sobre las que caíamos en tropel, agolpados, manos, pies al aire, sobre el predio donde habían plantado su carpa, para recoger los desechos.

 

Allí, enterrados entre los restos de aserrín o enmarañados entre los rebrotes de matorrales y yerbajos rebeldes, se encontraban tesoros con los que podían soñar los niños, billetes rotos botados por los borrachos, pedazos de juguetes, soldaditos, caballos de plástico, trozos de baquelita, páginas de periódico, cáscaras resecas, tenedores de cartón comprimido, bolsas medio llenas de confites... y todititas las envolturas vacías de cigarrillos, Montecarlo, Valencia, Esfinge, Camel, Lucky Strike, las que posteriormente eran utilizadas como ficción de dinero, para jugar en eternas jornadas llenas de las más variadas ocurrencias.