UN PROYECTIL DE TIZA ACIERTA EN

MI MEMORIA

 

Primero es demasiado temprano, el Liceo Samuel Meza se despereza y parpadea, despierta poco a poco, amanecen ociosos: el caserón, las oficinas y los galerones nuevos, chillan los zanates en los patios desiertos, están trancados con candados los portones, lucen desolados los corredores, las canchas, los andenes, las salas pobladas de pupitres vacíos.

 

A las siete de la mañana comienza el movimiento con la llegada del relevo del vigilante nocturno y el personal de limpieza. A las siete y media aterriza, piloto de su atlética bicicleta, el administrador cincuentón, abuelado. A las siete y cuarenta y cinco (normalmente) llegan taconeando las puntuales secretarias.

 

Desde ese momento en adelante comienza a llegar en oleadas la muchedumbre estudiantil. Muchachos de todas las contexturas, estaturas, actitudes, temperamentos y semblantes, agresivos,  tímidos, intrigantes, pasivos, veletas, rebeldes, cabezones, ocurrentes, delatores natos, amistosos por vocación, antipáticos por principio, fundamentalistas de la repugnancia, etcétera. El Liceo se convierte en un matraz donde hierven y fermentan, donde se mezclan y arremolinan los apellidos locales, empeñados en el común esfuerzo por darle lustre, provecho y  sentido a sus prosapias perspectivas.

 

Estoy, en la tarde de algún remoto jueves, en la cancha de baloncesto del antiguo Liceo Samuel Meza, en Estelí, uniformado con una camisa blanca recién lavada y planchada, una negra corbata polvorienta, grasosa, desteñida, anudada displicente al cuello, el pantalón de sincatex celeste claro y unas lustrosas zapatillas negras.

 

Tengo dieciséis años,  mi pelo es crespo y tupido, mi rostro es alargado, anguloso, mis cejas espesas, mi nariz es larga y fina, fusiforme, mi boca es prominente, de labios gruesos, mi quijada es fuerte, mis pupilas negrísimas desde dentro de sus ranuras estrechas  siguen el movimiento de mis compañeros que corren sobre las baldosas, atentos a los rebotes de la pelota pesada contra el tablero y el aro de la cancha y luego más pesada y perezosa contra el piso del patio. Hasta que las ávidas manos estudiantiles la recogen y le impriman de nuevo el dinamismo de una gravitación  juvenil.

 

Mi temperamento se inclinaba naturalmente a la especulación. Yo planeaba exactamente las estrategias antes que mis ágiles amigos ejecutaran empíricamente las jugadas. Así vivía intensamente la aventura del juego desde las graderías, levantaba los brazos, giraba la cabeza, movía sin mucha agilidad los pies, izquierda, derecha, para adelante, para atrás, un poco de reposo, luego me llevaba  las manos a la cara sudada y qué placer me daba sentir  sobre las mejillas coloradas, el cabello mojado de sudor, negrísimamente crespo.

 

Yo, que nunca pude jugar baloncesto, comprendía la fuerza, el impulso, la energía, el interés apasionado de mis amigos, compartía su angustia, participaba de sus desilusiones cuando el equipo de nuestra simpatía era destrozado, tendido o blanqueado, por la mejor suerte o la mejor  preparación anímica del equipo contrario o por las razones que hubiera sido.Sin embargo, yo era siempre el mismo que soy ahora, retraído y/o violento, tímido y/o conversador, metido en mi interior, atraído y llevado sólo por una agradable sensación, por un impulso automático de gozo. Y es un poco como si al fin y al cabo resumiera en mí toda la agitación que se remolinaba multitudinaria, al reunirse en el patio escolar todas aquellas nuestras cabezas  infantiles.

 

Me veo después al lado de Ileana -ella era esbelta, reflexible, con el cabello castaño, recortado a lo paje, cayendo lacio sobre las orejas, los ojos de pestañas enormes detrás de unas gafas redondas, la naricita breve y la boca pequeña y perfecta, sonriente – haciéndole barra a nuestros atletas preferidos, sentados sobre largas, estrechas bancas celestes de madera, acomodadas y recostadas contra una pared de taquezal pintada en un pálido amarillo cadmio, que antes, alguna vez, habría servido seguramente para protegerla del excesivo rigor de los temporales estelianos.

 

Continuará 2da parte en la próxima edición.

Dr. Danilo Torres,

Escritor Esteliano