FIRULICHE, LOS CHICHIMEQUES, LA CUESTA DE LA LEONA

 

                        Al principio talvez nada tenía más que unos nombres bastante vagos.  Uno, que venía de hacer algún mandado, o regresaba de la escuela, se paraba en una esquina de la placita, queriendo averiguar la razón que reunía aquel equipo inusual y aquellos elementos dispersos: postes, barras, picos, palas, mazos, clavos de doce pulgadas, mecates, sogas, garruchas, poleas, unos rollos de tela ciclónica, unos inmensos retazos de lona parchada, unos volcanes de aserrín.  Los peones asiendo agujeros describían una curva sobre el suelo pedregoso.  Sudaban mucho, se detenían un rato, bebían agua, vigilaban los progresos del sol de verano, cuesta arriba, encaramándose poco a poco en la cumbres de la mañana.  Uno volvía a pasar un rato más tarde y los trabajadores estaban clavando los postes en los hoyos.  Otros levantaban el palo mayor en el centro de una maraña de cuerdas que hacían radio, parecía el mástil de un galeón pirata o de una carabela descubridora.  Hasta que a media tarde, a la hora de la salida de las escuelas, todo se resumía en un nombre, adquiría estructura, organización, expresaba una finalidad, un sentido en dos palabras, un sustantivo inusitado aunque común, con su necesario apellido: Circo Firuliche.

 

Firuliche era el hombre araña, era el hombre mono, era el águila del trapecio, era su propio burro Torcuato, era la transformación del hombre en mono, era la mujer hecha sirena, era el mago mentalista, era el ilusionista, era la familia de los contorsionistas, era la rueda de Chicago, el Látigo, el Satélite, el Martillo Volador y todo cuanto juego infantil, transportado en destartalados omnibuses y camiones desvencijados, se instalara en las plazas municipales de pueblos recónditos, como el nuestro, con su carga de alegrías atronadoras, sin que en los ojos chispeantes de los cómicos rostros de los payasos, asomara la negra melancolía, la profunda tristeza, oculta muy dentro en sus almas de saltimbaqui, que tampoco aparecían en las prodigiosas piruetas realizadas a la perfección, a pesar de la piel pegada a los huesos, de sus estómagos encogidos de hambre.  Funámbulos transhumantes, parias nómadas, que luego de hacer reír y prolongar nuestra felicidad en tardes de carnaval, levantaban campamento, se marchaban, con sus carpas sus postes y sus poleas, con sus luces, bromas y graciosas ocurrencias, dejando un vacío en nuestros ánimos infantiles y una plétora de sorpresas sobre las que caíamos en tropel, agolpados, manos, pies al aire, sobre el predio donde habían plantado su carpa, para recoger los desechos.

 

Allí, enterrados entre los restos de aserrín o enmarañados entre los rebrotes de matorrales y yerbajos rebeldes, se encontraban tesoros con los que podían soñar los niños, billetes rotos botados por los borrachos, pedazos de juguetes, soldaditos, caballos de plástico, trozos de baquelita, páginas de periódico, cáscaras resecas, tenedores de cartón comprimido, bolsas medio llenas de confites... y todititas las envolturas vacías de cigarrillos, Montecarlo, Valencia, Esfinge, Camel, Lucky Strike, las que posteriormente utilizábamos como ficción de dinero, para jugar en eternas jornadas llenas de las más variadas ocurrencias.  En esa parte de la niñez, después de esas tardes que se nos iban entre el circo y la algarabía, nos dedicábamos por las noches a la masacre despiadada de insectos.  Esperanzas, langostas, chichimeques, que sacrificábamos en latas de avena vacías, bajo la luz mortecina de los postes de luz, tendidos en curva y declive desde los cerros adyacentes hasta los bajíos del río de las piedras rojas, ocres y grises.  Debajo de los bombillos estirados, colgados debajo de unas tapas circulares, para resguardarlas de los copiosos inviernos, a pesar del peligro que representaban los cables pelados, impregnados de su kilowataje mortal.

 

Ofrendábamos latas enteras de cadáveres de insectos a unos dioses que habíamos inventado.  Era un ritual practicado cuando el bochorno de Abril se trastocaba en las recias lluvias de Mayo, trayendo consigo bandos cerrados de chichimeques que emitían un gargarismo demorado, cadencioso, agorero, dulce, por cuya seductora melodía, toda la chavalada del barrio nos tumbábamos boca arriba, sólo por el placer de ver sus colores brillar bajo los haces de luz y su revolotear airoso como el de las golondrinas, que encendía, no sé ni por que, los primeros sentimientos eróticos que, niños aún, nos inspiraba alguna vecina.  Y las primeras travesuras con el sexo opuesto, en ese ambiente mágico que ya no existe, pero se siente, acaso alguna vez, porque cada edad lleva su propia marca, un valor particular, un sabor característico y una propia atmósfera.

 

Por la cuesta de la Leona, que eran unos pedregales endemoniados, subíamos y bajábamos jugando arriba la pelota, nos escondíamos en sus alcantarillas nauseabundas, mucho más altas que nuestra estatura de chavalos.  Entrábamos por un hoyo, salíamos por otro, hasta llegar a la Loma de Don Genaro Valdivia, en cuya cima se alzaban los árboles de patacones.  A lajazo limpio descolgábamos las menudas frutas, por gajos enteros, para jugar chibolas.

 

En esas mismas calles, llenas de alegría infantil entramos en contacto por primera vez con la muerte.  Comenzaba el mes de Mayo, en medio de la proliferación ruidosa de las chicharras, en medio del parpadear alucinado de toda la naturaleza, entre las voluptuosas perezas reflexivas de la luz solar, en un ficticio centro del esplendor de unas floraciones veraniegas, fue cuando se ahogó una vecina.  Ella era una algarabía en medio de sus hermanas, brincando, saltando detrás de una pelota, con las manos al aire, con sus ojos saltones sobre una cara morena, de radiantes carmines, su voz atajaba el viento con un dulce cantar, jugaba en medio de sus hermanos, usaba unos vestidos de encajes y vuelos, se peinaba de trenzas.  Fue una tremenda, una traumática experiencia entre la chavalada jubilosa.  Pensar que uno de nosotros podía morirse, era una idea que nos aterraba, sumada a la educación católica que nos habían inculcado nuestros padres, una disciplina de oraciones diarias, del rosario, riguroso rezado a las seis de la tarde, de asistencia a los catecismos los Domingos (sí señor, en aquellos tiempos los domingos se presentaban con mayúscula, muy seguros de excepcional significado).  Nos espantaba el fuego eterno del infierno, aunque el cielo nos pareciera todavía tan distante.  Pero quedaban otros círculos menores de la vida parroquial, las idas a matinée, el paseo alrededor del parque, o sentarse un rato en el kiosko, a ver pasar las nubes, a ver envejecer las tortugas, era más de lo que podíamos aspirar y tener.  Nos distraíamos.  Aunque sin decírselo a nadie nos preguntábamos: ¿Por qué insospechables lejanías acampará a estas horas Firuliche?.  ¿En qué pueblo ignorado estarán sembrando los postes, el mástil del circo que había arrastrado tras de sí, como unos remolques más, tres cuartas partes de nuestra credibilidad infantil?.

 

Dr. Danilo Torres Rodríguez.

Escritor, pintor y poeta.

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